miércoles, 22 de febrero de 2012

MORTIFICACION


Concepción Cabrera de Armida

¿Qué mejor tiempo para adelantar en esta virtud de la mortificación, hijas de la Alianza de Amor?
Además de comenzar este mes la cuaresma, tiempo santo de penitencia, tenemos que expiar muchos pecados de nuestra nación y reparar en lo posible tantas ofensas hechas a nuestro amado Jesús crucificado y consolar a su divino Corazón ¿no somos acaso de Él? Estamos las  hijas de la Alianza  obligadas felizmente a quitar las espinas de ese Corazón de amor.
Enseña san Vicente de Paúl, que el primer paso que tiene que dar quien quiera seguir a Jesús consiste en renunciar a sí mismo; esto es, a los propios sentidos, pasiones, voluntad, juicio, en una palabra a todos los impulsos de la naturaleza ofreciéndolos en sacrificio a Dios y además no detenerse nunca. Esta debe ser el arma que manejamos hasta la muerte ¡Es tan dulce sufrir por quien dio hasta la vida por nosotros!
Nuestro adelantamiento espiritual debe medirse por lo que aprovechemos en la mortificación; debemos considerar perdido el día que no suframos en el alma o en el cuerpo, y conviene no engañarse, porque quien no sabe vencerse y mortificarse en las cosas pequeñas, menos sabrá hacerlo en las grandes.
¨El que estima en poco la mortificación exterior y trata de justificarlo diciendo que la interior es más perfecta, prueba manifiesta que no tiene ninguna de las dos¨.
En este tiempo de penitencia, hay que contrarrestar la sensualidad del mundo mortificándose.
Hay que privarse, sobre todo en estos días de cuaresma de los goces lícitos, afligiéndonos con padecimientos voluntarios en honor de Jesús; eligiendo lo que cueste a nuestra naturaleza.
Decía un santo: Cuanto más se mortifican las naturales inclinaciones, tanto más capaz se hace uno a las inspiraciones divinas y aprovecha en la virtud.
Sobre todo hay que mortificar la lengua, jamás faltando a la caridad: que sean nuestras palabras amables, sencillas, siempre disculpando, si no los hechos, sí las intenciones Hay que mortificar también el propio juicio y la voluntad propia; que, a ser posible, nunca les demos gusto en cosa alguna y para esto será bueno acostumbrarse a verla alegremente contradicha.
Pondré aquí cuatro reglas que nos servirán para adelantar en la virtud: en las contradicciones y en las penas que nos vengan de los demás, callar... sonreír a Jesús, darle gracias de esas perlas para el cielo, y no perder la paz. Uno de los mayores dones que podemos recibir de Dios en esta vida, consiste en saber querer y poder vencernos, negando la propia voluntad.
Pidamos con toda el alma a Jesús, por medio de su inmaculada y santísima Madre, que nos conceda una muerte constante a nuestro propio querer para que, renunciándonos, miremos en la vida tranquilamente lo que no quisiéramos. . .
Oigamos con paz lo que no quisiéramos oír. . . y hagamos apaciblemente lo que no quisiéramos hacer, siendo constantes en contrariarnos sólo por amor a Dios, abandonándonos plenamente a su divina voluntad.


CONSEJOS

  • DIOS es tu principio. Eres de Él; le perteneces; será tu galardón eterno en el cielo.
  • JESUCRISTO es tu modelo. Ámalo síguelo, imítalo y encontrarás la verdadera dicha en el mundo.
  • EL ESPIRITU SANTO es tu guía. Oye y sigue todas sus inspiraciones con toda fidelidad.
  • MARIA es tu Madre.  Arrójate, con toda confianza en sus maternales brazos, para que experimentes sus caricias.
  • LA GRACIA es tu auxilio. Implórala de continuo; corresponde a ella siempre; y procura: conservarla y aumentarla, porque es el precio del cielo.
  • LA CRUZ es tu camino. Por ella, se va a la verdadera vida. Llévala en pos de Jesús, con amor y generosidad.
  • EL AMOR es tu ley. Ama a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo y solamente por Dios.
  • EL CIELO es tu destino. Anhela poseerlo, aun a costa de los mayores sacrificios.


“HAZ ESTO Y TE SALVARÁS, HAZ ESTO HIJA DE LA ALIANZA Y SERAS SANTA”


Tomado del Libro: Hojitas de Retiros mensuales para la Alianza de Amor
Marzo de 1935


martes, 21 de febrero de 2012


MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA CUARESMA 2012

«Fijémonos los unos en los otros
para estímulo de la caridad y las buenas obras»
(Hb 10, 24)


Queridos hermanos y hermanas

La Cuaresma nos ofrece una vez más la oportunidad de reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. En efecto, este es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitario. Se trata de un itinerario marcado por la oración y el compartir, por el silencio y el ayuno, en espera de vivir la alegría pascual.

Este año deseo proponer algunas reflexiones a la luz de un breve texto bíblico tomado de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Esta frase forma parte de una perícopa en la que el escritor sagrado exhorta a confiar en Jesucristo como sumo sacerdote, que nos obtuvo el perdón y el acceso a Dios. El fruto de acoger a Cristo es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales: se trata de acercarse al Señor «con corazón sincero y llenos de fe» (v. 22), de mantenernos firmes «en la esperanza que profesamos» (v. 23), con una atención constante para realizar junto con los hermanos «la caridad y las buenas obras» (v. 24). Asimismo, se afirma que para sostener esta conducta evangélica es importante participar en los encuentros litúrgicos y de oración de la comunidad, mirando a la meta escatológica: la comunión plena en Dios (v. 25). Me detengo en el versículo 24, que, en pocas palabras, ofrece una enseñanza preciosa y siempre actual sobre tres aspectos de la vida cristiana: la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal.


1. “Fijémonos”: la responsabilidad para con el hermano.

El primer elemento es la invitación a «fijarse»: el verbo griego usado es katanoein, que significa observar bien, estar atentos, mirar conscientemente, darse cuenta de una realidad. Lo encontramos en el Evangelio, cuando Jesús invita a los discípulos a «fijarse» en los pájaros del cielo, que no se afanan y son objeto de la solícita y atenta providencia divina (cf. Lc 12,24), y a «reparar» en la viga que hay en nuestro propio ojo antes de mirar la brizna en el ojo del hermano (cf. Lc 6,41). Lo encontramos también en otro pasaje de la misma Carta a los Hebreos, como invitación a «fijarse en Jesús» (cf. 3,1), el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe. Por tanto, el verbo que abre nuestra exhortación invita a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada». También hoy resuena con fuerza la voz del Señor que nos llama a cada uno de nosotros a hacernos cargo del otro. Hoy Dios nos sigue pidiendo que seamos «guardianes» de nuestros hermanos (cf. Gn 4,9), que entablemos relaciones caracterizadas por el cuidado reciproco, por la atención al bien del otro y a todo su bien. El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente. Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón. El Siervo de Dios Pablo VI afirmaba que el mundo actual sufre especialmente de una falta de fraternidad: «El mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos» (Carta. enc. Populorum progressio [26 de marzo de 1967], n. 66).

La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. La cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, por lo que es necesario reafirmar con fuerza que el bien existe y vence, porque Dios es «bueno y hace el bien» (Sal 119,68). El bien es lo que suscita, protege y promueve la vida, la fraternidad y la comunión. La responsabilidad para con el prójimo significa, por tanto, querer y hacer el bien del otro, deseando que también él se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades. La Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de «anestesia espiritual» que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás. El evangelista Lucas refiere dos parábolas de Jesús, en las cuales se indican dos ejemplos de esta situación que puede crearse en el corazón del hombre. En la parábola del buen Samaritano, el sacerdote y el levita «dieron un rodeo», con indiferencia, delante del hombre al cual los salteadores habían despojado y dado una paliza (cf. Lc 10,30-32), y en la del rico epulón, ese hombre saturado de bienes no se percata de la condición del pobre Lázaro, que muere de hambre delante de su puerta (cf. Lc 16,19). En ambos casos se trata de lo contrario de «fijarse», de mirar con amor y compasión. ¿Qué es lo que impide esta mirada humana y amorosa hacia el hermano? Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás. Nunca debemos ser incapaces de «tener misericordia» para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre. En cambio, precisamente la humildad de corazón y la experiencia personal del sufrimiento pueden ser la fuente de un despertar interior a la compasión y a la empatía: «El justo reconoce los derechos del pobre, el malvado es incapaz de conocerlos» (Pr 29,7). Se comprende así la bienaventuranza de «los que lloran» (Mt 5,4), es decir, de quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás. El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón a su necesidad son ocasión de salvación y de bienaventuranza.

El «fijarse» en el hermano comprende además la solicitud por su bien espiritual. Y aquí deseo recordar un aspecto de la vida cristiana que a mi parecer ha caído en el olvido: la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna. Hoy somos generalmente muy sensibles al aspecto del cuidado y la caridad en relación al bien físico y material de los demás, pero callamos casi por completo respecto a la responsabilidad espiritual para con los hermanos. No era así en la Iglesia de los primeros tiempos y en las comunidades verdaderamente maduras en la fe, en las que las personas no sólo se interesaban por la salud corporal del hermano, sino también por la de su alma, por su destino último. En la Sagrada Escritura leemos: «Reprende al sabio y te amará. Da consejos al sabio y se hará más sabio todavía; enseña al justo y crecerá su doctrina» (Pr 9,8ss). Cristo mismo nos manda reprender al hermano que está cometiendo un pecado (cf. Mt 18,15). El verbo usado para definir la corrección fraterna —elenchein—es el mismo que indica la misión profética, propia de los cristianos, que denuncian una generación que se entrega al mal (cf. Ef 5,11). La tradición de la Iglesia enumera entre las obras de misericordia espiritual la de «corregir al que se equivoca». Es importante recuperar esta dimensión de la caridad cristiana. Frente al mal no hay que callar. Pienso aquí en la actitud de aquellos cristianos que, por respeto humano o por simple comodidad, se adecúan a la mentalidad común, en lugar de poner en guardia a sus hermanos acerca de los modos de pensar y de actuar que contradicen la verdad y no siguen el camino del bien. Sin embargo, lo que anima la reprensión cristiana nunca es un espíritu de condena o recriminación; lo que la mueve es siempre el amor y la misericordia, y brota de la verdadera solicitud por el bien del hermano. El apóstol Pablo afirma: «Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado» (Ga 6,1). En nuestro mundo impregnado de individualismo, es necesario que se redescubra la importancia de la corrección fraterna, para caminar juntos hacia la santidad. Incluso «el justo cae siete veces» (Pr 24,16), dice la Escritura, y todos somos débiles y caemos (cf. 1 Jn 1,8). Por lo tanto, es un gran servicio ayudar y dejarse ayudar a leer con verdad dentro de uno mismo, para mejorar nuestra vida y caminar cada vez más rectamente por los caminos del Señor. Siempre es necesaria una mirada que ame y corrija, que conozca y reconozca, que discierna y perdone (cf. Lc 22,61), como ha hecho y hace Dios con cada uno de nosotros.


2. “Los unos en los otros”: el don de la reciprocidad.

Este ser «guardianes» de los demás contrasta con una mentalidad que, al reducir la vida sólo a la dimensión terrena, no la considera en perspectiva escatológica y acepta cualquier decisión moral en nombre de la libertad individual. Una sociedad como la actual puede llegar a ser sorda, tanto ante los sufrimientos físicos, como ante las exigencias espirituales y morales de la vida. En la comunidad cristiana no debe ser así. El apóstol Pablo invita a buscar lo que «fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14,19), tratando de «agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación» (ib. 15,2), sin buscar el propio beneficio «sino el de la mayoría, para que se salven» (1 Co 10,33). Esta corrección y exhortación mutua, con espíritu de humildad y de caridad, debe formar parte de la vida de la comunidad cristiana.
Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación. Aquí tocamos un elemento muy profundo de la comunión: nuestra existencia está relacionada con la de los demás, tanto en el bien como en el mal; tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social. En la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se verifica esta reciprocidad: la comunidad no cesa de hacer penitencia y de invocar perdón por los pecados de sus hijos, pero al mismo tiempo se alegra, y continuamente se llena de júbilo por los testimonios de virtud y de caridad, que se multiplican. «Que todos los miembros se preocupen los unos de los otros» (1 Co 12,25), afirma san Pablo, porque formamos un solo cuerpo. La caridad para con los hermanos, una de cuyas expresiones es la limosna —una típica práctica cuaresmal junto con la oración y el ayuno—, radica en esta pertenencia común. Todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia. La atención a los demás en la reciprocidad es también reconocer el bien que el Señor realiza en ellos y agradecer con ellos los prodigios de gracia que el Dios bueno y todopoderoso sigue realizando en sus hijos. Cuando un cristiano se percata de la acción del Espíritu Santo en el otro, no puede por menos que alegrarse y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16).


3. “Para estímulo de la caridad y las buenas obras”: caminar juntos en la santidad.

Esta expresión de la Carta a los Hebreos (10, 24) nos lleva a considerar la llamada universal a la santidad, el camino constante en la vida espiritual, a aspirar a los carismas superiores y a una caridad cada vez más alta y fecunda (cf. 1 Co 12,31-13,13). La atención recíproca tiene como finalidad animarse mutuamente a un amor efectivo cada vez mayor, «como la luz del alba, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr 4,18), en espera de vivir el día sin ocaso en Dios. El tiempo que se nos ha dado en nuestra vida es precioso para descubrir y realizar buenas obras en el amor de Dios. Así la Iglesia misma crece y se desarrolla para llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En esta perspectiva dinámica de crecimiento se sitúa nuestra exhortación a animarnos recíprocamente para alcanzar la plenitud del amor y de las buenas obras.

Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a «comerciar con los talentos» que se nos ha dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss). Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18). Los maestros de espiritualidad recuerdan que, en la vida de fe, quien no avanza, retrocede. Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación, siempre actual, de aspirar a un «alto grado de la vida cristiana» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte [6 de enero de 2001], n. 31). Al reconocer y proclamar beatos y santos a algunos cristianos ejemplares, la sabiduría de la Iglesia tiene también por objeto suscitar el deseo de imitar sus virtudes. San Pablo exhorta: «Que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10).

Ante un mundo que exige de los cristianos un testimonio renovado de amor y fidelidad al Señor, todos han de sentir la urgencia de ponerse a competir en la caridad, en el servicio y en las buenas obras (cf. Hb 6,10). Esta llamada es especialmente intensa en el tiempo santo de preparación a la Pascua. Con mis mejores deseos de una santa y fecunda Cuaresma, os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María y de corazón imparto a todos la Bendición Apostólica.

Vaticano, 3 de noviembre de 2011
BENEDICTUS PP. XVI

martes, 14 de febrero de 2012

¡¡¡¡JESUS TE AMA...


...feliz día del AMOR!!!!





Tres cosas hay que son permanentes: la fe, la esperanza y el amor; pero la más importante de las tres es el amor - I Corintios 13:13

jueves, 9 de febrero de 2012

HAZTE SANTA


Inyecciones de fuego
Fernando Torre, msps.


«Hazte santa»[1], «hazte muy santa»[2], le dice una y otra vez Conchita a su hija Teresa de María. Esta exhortación salía con frecuencia de la boca de Conchita, pues el deseo de santidad rebosaba en su corazón.

Esas palabras son un eco del precepto que Yahvéh dio a los israelitas tras haber hecho con ellos una alianza de amor: «sean santos, porque yo soy santo» (Lv 19,2); son un eco del mandato que Jesús dirigió a sus discípulos: «sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso» (Lc 6,36; cf. Mt 5,48).

La santidad —como nos ha dicho el Concilio Vaticano II— es la vocación universal, la vocación de cada persona (cf. LG, cap. V), es el fin para el que Dios nos creó, la meta a la cual Dios nos llama a ti y a mí. La santidad consiste en transformarnos en Jesucristo. El Espíritu Santo es quien nos transforma; pero, para hacerlo, necesita nuestra docilidad a su acción y el esfuerzo diario por corresponderle.

¿Y por qué Conchita nos motiva a buscar la santidad? Porque quiere que seamos felices, porque anhela que amemos y actuemos como Jesucristo, porque así podremos colaborar mejor con él en la salvación del mundo y ser más útiles a los demás, porque nuestro Dios-Trinidad se complacerá al ver en nosotros la imagen de Jesús.

Con su invitación «hazte santa/o», Conchita nos hace visualizar la meta, nos comunica la certeza de que podemos alcanzarla y atiza en nosotros el deseo de llegar a ella. Así, podremos dirigir cada día nuestros pasos hacia ese ideal y tendremos las fuerzas necesarias para superar cualquier obstáculo.

¡Qué gran apostolado realiza Conchita al comunicarnos su deseo de ser santa! Vivamos hoy coherentemente la vida cristiana y que, a través de nuestro testimonio y nuestra palabra, el Espíritu Santo encienda o avive en los demás el deseo de santidad.


[1] Carta escrita el 19 abr 1908; lleva por título: “Despedida a mi querida hija en su entra a la Congregación”, en Cartas a Teresa de María, México 1989, 19.
[2] Carta escrita en 1911, en Cartas a Teresa de María, México 1989, 100.

miércoles, 8 de febrero de 2012

SOBRE LA PERFECCION ESPIRITUAL


De los Capítulos de Diadoco de Foticé, obispo,
(Capítulos 6. 26. 27. 301. PG 65, 1169. 1175-1176)



El auténtico conocimiento consiste en discernir sin error el bien del mal; cuando esto se logra, entonces el camino de la justicia, que conduce al alma hacia Dios, sol de justicia, introduce a aquella misma alma en la luz infinita delconocimiento, de modo que, en adelante, va ya segura en pos de la caridad.

Conviene que, aun en medio de nuestras luchas, conservemos siempre la paz del espíritu, para que la mente pueda discernir los pensamientos que la asaltan, guardando en la despensa de su memoria los que son buenos y provienen de Dios, y arrojando de este almacén natural los que son malos y proceden del demonio. El mar, cuando está en calma, permite a los pescadores ver hasta el fondo del mismo y descubrir dónde se hallan los peces; en cambio, cuando está agitado, se enturbia e impide aquella visibilidad, volviendo inútiles todos los recursos de que se valen los pescadores.

Sólo el Espíritu Santo puede purificar nuestra mente; si no entra él, como el más fuerte del evangelio, para vencer al ladrón, nunca le podremos arrebatar a éste su presa. Conviene, pues, que en toda ocasión el Espíritu Santo se halle a gusto en nuestra alma pacificada, y así tendremos siempre encendida en nosotros la luz del conocimiento; si ella brilla siempre en nuestro interior, no sólo se pondrán al descubierto las influencias nefastas y tenebrosas del demonio, sino que también se debilitarán en gran manera, al ser sorprendidas por aquella luz santa y gloriosa.

Por esto dice el Apóstol: No impidáis las manifestaciones del Espíritu, esto es, no entristezcáis al Espíritu Santo con vuestras malas obras y pensamientos, no sea que deje de ayudaros con su luz. No es que nosotros podamos extinguir lo que hay de eterno y vivificante en el Espíritu Santo, pero sí que al contristarlo, es decir, al ocasionar este alejamiento entre él y nosotros, queda nuestra mente privada de su luz y envuelta en tinieblas.

La sensibilidad del espíritu consiste en un gusto acertado, que nos da el verdadero discernimiento. Del mismo modo que, por el sentido corporal del gusto, cuando disfrutamos de buena salud, apetecemos lo agradable, discerniendo sin error lo bueno de lo malo, así también nuestro espíritu, desde el momento en que comienza a gozar de plena salud y a prescindir de inútiles preocupaciones, se hace capaz de experimentar la abundancia de la consolación divina y de retener en su mente el recuerdo de su sabor, por obra de la caridad, para distinguir y quedarse con lo mejor, según lo que dice el Apóstol: Y ésta es mi oración: Que vuestro amor vaya creciendo cada vez más en el verdadero conocimiento y en delicadeza espiritual. Así sabréis distinguir y escoger lo más perfecto.

miércoles, 1 de febrero de 2012

EL ESPÍRITU SANTO Y SIMEÓN


Concepción Cabrera de Armida
Hojitas de Retiros Mensuales
Febrero de 1934


El Espíritu Santo inspiró a Simeón el ir al Templo cuando José y María llevaron a presentar al niño Jesús; el santo anciano había consultado al divino Espíritu acerca del tiempo de la venida del Mesías, y supo: ¨Que vendría antes de morir él, y que le vería con sus propios ojos¨ (Lc.11:25.26). Miremos cuán fiel es el Espíritu Santo en cumplir sus promesas, y tengamos en Él una confianza ilimitada.

El Espíritu Santo recompensó la confianza de Simeón porque es Él la bondad por esencia. La santísima Virgen puso al divino Niño en los brazos y sobre el corazón del santo anciano, colmando superabundantemente los anhelos de su puro amor. ¡Oh dicha incomparable! ¡oh premio, que como todos los del Espíritu Santo, supera al exceso de los mayores deseos! El alma se dilata maravillada al considerar todos los pormenores de aquel acontecimiento, el papel que desempeñan el Espíritu Santo y María, su esposa.

Ambos dan a Jesús sus primeros adoradores en el templo dentro de la nueva ley. ¡Siempre se juntan el Espíritu Santo y María para honrar y ver honrado al eterno Padre! María ofrece, la primera en el mundo, la divina Víctima, entregándola al sacerdote para que haga lo mismo a favor de las almas. Y después. . . millones de sacerdotes harán lo mismo hasta la consumación de los siglos.

¡Vayamos las hijas de la Alianza al templo impulsadas por el amor de Jesús y María! Arrodillémonos con grande amor y reverencia al pie del altar, y ahí nos dará María a Jesús, y honraremos al Padre ofreciéndole a su propio Hijo y ofreciéndonos también nosotros como víctimas unidas a Él, por la salvación de la Iglesia de México, impetrando misericordia para los niños.

Pidamos al Espíritu Santo que venga Jesús a nuestras almas, a nuestras familias, a nuestras empresas; pidámosle que nos lo muestre, nos lo haga sentir y que lo imitemos. Sin duda nos contestará como a Simeón ¨que le veremos¨ con una luz más brillante, con la fe que ilumina los rayos del amor. Digámosle que lo ponga en nuestros brazos, en nuestras almas por la comunión, para estrecharlo en nuestros corazones y decirle al oído cuánto, cuánto lo amamos las hijas de la Alianza.

¡Oh Espíritu Santo amadísimo! En este valle de lágrimas donde lloró María, por su inmaculado medio te pedimos la libertad de tu iglesia en nuestra nación, la salvación de las escuelas católicas, y la paz y la unión entre todos los corazones. 


Tú, Santo Espíritu eres el supremo don de Dios, porque el primer don del amor es el Amor mismo! Sálvanos, defiéndenos, fortalece a tu Iglesia, y todo por María de Guadalupe, la madre amorosa y tierna de los mexicanos.