Inyecciones
de fuego
Fernando Torre, msps.
«Hazte
santa»[1],
«hazte muy santa»[2], le dice
una y otra vez Conchita a su hija Teresa de María. Esta exhortación salía con
frecuencia de la boca de Conchita, pues el deseo de santidad rebosaba en su corazón.
Esas palabras son un eco del precepto que Yahvéh
dio a los israelitas tras haber hecho con ellos una alianza de amor: «sean
santos, porque yo soy santo» (Lv 19,2); son un eco del mandato que Jesús
dirigió a sus discípulos: «sean misericordiosos, como su Padre es
misericordioso» (Lc 6,36; cf. Mt 5,48).
La santidad —como nos ha dicho el Concilio
Vaticano II— es la vocación universal, la vocación de cada persona (cf. LG, cap.
V), es el fin para el que Dios nos creó, la meta a la cual Dios nos llama a ti
y a mí. La santidad consiste en transformarnos en Jesucristo. El Espíritu Santo
es quien nos transforma; pero, para hacerlo, necesita nuestra docilidad a su
acción y el esfuerzo diario por corresponderle.
¿Y por qué Conchita nos motiva a buscar la
santidad? Porque quiere que seamos felices, porque anhela que amemos y actuemos
como Jesucristo, porque así podremos colaborar mejor con él en la salvación del
mundo y ser más útiles a los demás, porque nuestro Dios-Trinidad se complacerá
al ver en nosotros la imagen de Jesús.
Con su invitación «hazte santa/o», Conchita nos
hace visualizar la meta, nos comunica la certeza de que podemos alcanzarla y atiza
en nosotros el deseo de llegar a ella. Así, podremos dirigir cada día nuestros
pasos hacia ese ideal y tendremos las fuerzas necesarias para superar cualquier
obstáculo.
¡Qué gran apostolado realiza Conchita al comunicarnos
su deseo de ser santa! Vivamos hoy coherentemente la vida cristiana y que, a
través de nuestro testimonio y nuestra palabra, el Espíritu Santo encienda o
avive en los demás el deseo de santidad.